miércoles, 28 de enero de 2009

Rabiosos talibanes del laicismo

Carlos Martínez García

Rabiosos talibanes del laicismo


Son personajes que dan miedo. Esos que, según la arquidiócesis primada de México, persiguen las inocentes convicciones religiosas de los integrantes de la alta clase gobernante del país. Los talibanes del laicismo, según el semanario católico Desde la Fe, son enfermos que buscan exterminar a valientes políticos que exponen abiertamente sus creencias religiosas.
La publicación que prohíja la jurisdicción eclesiástica encabezada por el cardenal Norberto Rivera Carrera ha producido un editorial digno de esa acuciosa antología recopilada, anotada y comentada por el historiador Gastón García Cantú: El pensamiento de la reacción mexicana (segunda edición, revisada y ampliada, tres tomos, UNAM). Para Desde la Fe, los críticos de lo que dijo Felipe Calderón Hinojosa en su discurso de hace dos semanas al inaugurar el sexto Encuentro Mundial de las Familias (católicas) son enfermos de anticlericalismo, fúricos talibanes, cortos de inteligencia, poseedores de una enorme y monumental intolerancia, enfermizos del laicismo, ignorantes, miopes, rabiosos, primitivos defensores no del Estado laico, sino de un Estado arcaico, intransigentes, autoritarios, ignorantes, grotescos, incapaces, antidemócratas, ridículos y ya no le sigo con los adjetivos, pero los lectores pueden encontrar más en la reseña que del editorial católico hizo anteayer el reportero José Antonio Román en las páginas de La Jornada.
Lo reprobable, para mí, en la asistencia y participación de Calderón Hinojosa al cónclave familiar patrocinado por la Iglesia católica, está en que tomó posición político-ideológica en contra de un Estado cuyo entramado jurídico prometió resguardar. Sus palabras desconocieron la pluralidad religiosa del país. En su discurso minusvaloró, si no es que buscó desaparecer, la gesta social por hacer de México una nación libre del dominio clerical católico. Cuando dio la bienvenida a los asistentes al ya citado encuentro, dijo que les recibía en “la tierra de María Guadalupe y de San Juan Diego, también de los mártires de la persecución y, no puedo omitir el comercial, del primer santo mexicano, que es además mi patrono, San Felipe de Jesús”.
Si se trataba de hacer menciones a personas e instituciones que coadyuvaron para hacer que México tuviera un perfil religioso mayormente católico, le faltó referirse a la Inquisición en la Nueva España. ¿Y por qué dejar fuera al arzobispo de México (1863-1891) Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, férreo opositor de Benito Juárez y la libertad de cultos? Cuando soltó eso de que México es tierra de “los mártires de la persecución” (religiosa), y lo hizo en el contexto de la óptica católica romana, estaba reivindicando a quienes combatieron con todos los medios a su alcance –entre ellos las armas– la separación del Estado y la Iglesia católica. En muchos casos esos mártires no fueron indefensos creyentes enfrentados a fuerzas persecutoras, sino insurrectos armados dispuestos a cometer todo tipo de atrocidades, que cometieron y en abundancia.
Y ya que estaba en un acto impulsado desde Roma por Benedicto XVI, bien pudo rescatar la memoria de un antecesor de aquel, Pío IX (papa del 16 de junio de 1846 al 7 de febrero de 1878, JND Kelly, Oxford Dictionary of Popes, p. 309). El 15 de diciembre de 1856, al haber concluido el debate de la nueva Constitución mexicana, Pío IX reprobó que el catolicismo ya no tuviera el lugar de privilegio y exclusividad de los que había gozado desde la Colonia. El jerarca de Roma fue contundente: “Entre otros muchos insultos que ha prodigado a nuestra santísima religión, a sus ministros y pastores, como al vicario de Cristo, [la Cámara de Diputados] propuso una nueva Constitución compuesta de muchos artículos, no pocos de los cuales están en oposición abierta con la misma religión, con su saludable doctrina, con sus santísimos preceptos y derechos… se admite el libre ejercicio de todos los cultos y se concede la facultad de emitir libremente cualquier género de opiniones y pensamientos”. A la luz de lo anterior, no cabe duda, los liberales mexicanos del siglo XIX que enfrentaron el oscurantismo católico son antecesores de los llamados hoy por la publicación Desde la Fe talibanes del laicismo.
La arquidiócesis de México, al hacer la defensa y hasta elogio de lo que considera valentía de Calderón al externar sus convicciones religiosas, para nada es un factor que promueva la democracia o la tolerancia. Tampoco le interesa, como tramposamente arguye el semanario católico, definirse en favor de la pluralización de la sociedad mexicana. Lo que en realidad hace es pronunciarse de nueva cuenta por el regreso del país a épocas consideradas por la Iglesia católica como gloriosas, cuando tenía el poder para presionar con el fin de convertir su particular concepción de la vida personal y social en normas generales.
Lanzar una sarta de epítetos contra sus adversarios, como lo hizo la arquidiócesis mediante su semanario, pero evadir la tarea de argumentar es plena muestra de un pensamiento autoritario. Éste, de entrada, niega a los otros la condición de interlocutores, evita tenerles por iguales. Los acostumbrados a ordenar, decidir sobre la vida de otros, exigir a todos cuentas, pero negarse a presentarlas, nada más porque son integrantes de autoconsideradas intocables cúpulas clericales, y al hacer escarnio de quienes llaman talibanes del laicismo (en sí misma una contradicción de términos) se pintan de cuerpo entero.

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domingo, 4 de enero de 2009

Cabeza al cubo, columna de Jorge Moch en La Jornada

Cabeza al cubo


Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com


Opio


Sea empresarial, político o eclesiástico, las televisoras privadas del duopolio, primero Televisa y ya después la privatizada TV Azteca, mucho cuidan de no incomodar al poder, sino de pertenecer, permanecer en él. Carlos Salinas de Gortari, presidente de infeliz memoria para millones de mexicanos, fue quien gestionó la privatización de Imevisión para convertirla en TV Azteca. El mismo Salinas se encargó de reanudar relaciones diplomáticas con el Vaticano y fue, en los hechos, quien cobijó el ascenso de la derecha radical y conservadora a los ámbitos del poder cuyo desboco padecemos ahora. El hermano mayor e incómodo de Carlos, Raúl, poco antes de terminar en chirona acusado de asesinato, “prestó” a otro Salinas, pariente suyo, amistosamente y sin probatorios documentos, la friolerita de cincuenta millones de dólares para que apostara gordo en la licitación de la emisora estatal, misma que obtuvo sin mayores dilaciones en un proceso que no por parecer olvidado ha dejado de ser una de las privatizaciones más turbias del salinato. Así nació TV Azteca. Hoy en esa empresa quien dicta censuras y políticas de información no es su consejo administrativo, sino un consuetudinario clero tutelar: allí opera Hugo Valdemar, vocero del arzobispado mexicano. Es cosa sabida entre conductores de Azteca que si se va a tratar un tema espinoso como el aborto, la posición institucional debe ser claramente conservadora y cada que sea posible remachada con la verborragia de un cura invitado a cuadro.
Recién llegado Salinas al poder, la Iglesia católica comenzó a experimentar con señales de televisión catequista. Las ciudades de Guadalajara y Monterrey fueron focos de esos experimentos. Hoy, desde la zona conurbada de Guadalajara se transmite por cable nacional un canal religioso, potestad del atávico obispo de esa ciudad, Juan Sandoval, de conocida belicosidad. Desde que la derecha llegó al poder con Salinas y después con sus peones panistas, el clero se ha vuelto arrogante. En sus programas de televisión se hace evidente el desinterés –desde luego dogmático– del clero hacia la higiene en la información pública, invariablemente sesgada, y no sólo se desdeña la ciencia al impulsar el creacionismo, sino que se desprecia la ley en materia de proselitismo religioso.
Las televisoras son, pues, muy cercanas, al clero. Éste, a su vez, ha tejido fino un amplio manto de complicidades con todos esos sectores de la sociedad, cuyo peso específico los convierte en fieles de la balanza: grandes empresarios, industriales y banqueros, políticos de derechas, principalmente panistas y priístas, y en general cualquier agente social que pueda incidir en la vida de la opinión pública. La televisión desde esa perspectiva es desde luego uno de sus más importantes rubros. El resultado de la mezcolanza entre quienes se creen históricamente administradores de la conciencia pública y los dueños del poder político y económico trasmina lamentables efectos en la televisión. Ya hay hasta series “dramáticas” en señal abierta que no son sino propaganda para apuntalar en el ideario colectivo el mito fantástico guadalupano. Al margen de la verdadera historia de las vírgenes negras de Extremadura, cuyo culto trajo a Mesoamérica la horda del conquistador; al margen de la astucia política de un onésimo de la época como fue el obispo Zumárraga; al margen de que la Iglesia católica es absolutamente incapaz de demostrar el origen divino de la pintura en la tilma y ni siquiera de sostener coherentemente la existencia del indio Juan Diego, y al margen, también, de que el mismo por entonces encargado de la basílica guadalupana, Guillermo Schulenburg habló públicamente –y por ello fue removido, llevado a otro lado, perdido en la anonimia– de la falacia del mito, ambas televisoras lanzan programas de catequesis como La rosa de Guadalupe en Televisa, con los que una vez más se recurre a la credulidad, la ductilidad ideológica, la ignorancia y el fanatismo de gruesos sectores de la población, para consolidar mentiras históricas con las que tradicionalmente se ha mantenido al pueblo dulcemente enajenado. Adormecido. Y si decae el fervor, si pasa la moda, si brota el escepticismo no importa, allí están los sucedáneos de la fe: El fut, las luchas, los simpáticos programas de Ortiz de Pinedo, los programas de concursos o de chismes, las telenovelas y ya, como lucrativo recurso alterno, los canales de compras por teléfono. Con la tele que tenemos nunca va a faltar opio para el pueblo. Amén.

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